El ser humano,
como animal gregario, difícilmente encontrará sosiego en la soledad. Desde los
tiempos en que nuestros primeros cuentos se originan, comenzamos a tejer el sentimiento
de pertenencia, el concepto de comunidad.
Los primeros
asentamientos derivaron en una comprensión probablemente errónea de la
naturaleza que nos rodea: al comenzar a domarla, creímos poseerla. La propiedad
privada, además de cruentas guerras, requirió de una forma de orden, dando
origen a estructuras primitivas de gobierno.
Conscientes de
nuestras limitadas capacidades productivas ante un universo de bienes
aparentemente infinitos y curiosos por lo que otras civilizaciones admiraban, el
espacio que el trueque compuso en nuestro imaginario dio pie a los mercados.
Estas tres
fuerzas, comunidad, Estado y mercado, condicionan nuestra existencia y, quizás
aún más grave, nuestra comprensión de la misma.
Nuestras vidas
representan un esfuerzo constante e inconsciente por alcanzar una situación de
equilibrio: ya sea en términos biológicos, donde nuestro organismo regula
permanentemente todos sus niveles; ya sea psicológica o sociológicamente, a
través de una incesante búsqueda de felicidad o bienestar.
Es justamente ese
equilibrio entre el sentimiento de pertenencia a una comunidad y el respeto del
individuo; entre el reconocimiento del otro como un igual y la búsqueda de
libertad; entre el placer de un intercambio beneficioso y la conciencia del
abuso; es justamente en ese punto, decíamos, donde quizás podamos encontrar esa
paz equilibrada que nos permite disfrutar de la felicidad, que no es euforia, y
abrazar la pena, que no es depresión.