lunes, 22 de octubre de 2007

después de una breve soledad, se vino el paraíso...

Y es que el mundo es extraño. El estrés me estaba atacando un ojo, que se movía como un autómata, lejos de mi control: la carga de trabajo, el sentimiento de culpa, la soledad, el sentido de la vida... Y de pronto, siguiendo ese trazo irregular que mantiene una coherencia fuera de mi capacidad de comprensión, me encuentro en el paraíso.

Por si no lo saben, el paraíso existe: es un pedazo de tierra que flota libre en el Caribe, compuesto por caracoles marinos. Los beliceños le dicen "Key Cockers", con ese inglés suyo tan particular, sin embargo, la firma reza Caye Caulker. Lo habitan todo tipo de criaturas bajo un sol abrasador que impone un ritmo aún más relajado. Tengo todo el cuerpo lleno de picaduras y
estoy quemado a trazos, pero... no cabe duda, es el paraíso en la tierra.

Vuelvo enamorado de este lugar donde he nadado con peces manta. La impresión es indescriptible. Me planto unas gafas, unas aletas y un tubo y me zambullo en un nuevo universo de magia. Lo primero que me encuentro es un pez raya, enorme, que me mira de lado, después de frente y comienza su ascenso directo hacia mí. No pude más que mover brazos, piernas, aletas, todo, en dirección hacia la manta en un intento por retroceder que hacía que me viera bastante cómico. La fantasía mezclaba momentos de absoluta calma con tensa crispación, cuando los peces manta se multiplicaban por quince, y uno no veía más que colas amenazantes hasta donde la vista le alcanzaba. Finalmente resultaron animales apacibles, cariñosos, que incluso se rozaban con mi pierna, como el clásico gato doméstico que se le aproxima a uno y ronronea. Una barracuda de mi tamaño me tuvo totalmente asustado y ahí no hay broma que valga. Afortunadamente no se aproximó.

Los corales tenían todo tipo de colores y formas, y me quedé paralizado ante ese gran universo que se extendía independiente ante mí. El fondo del mar está poblado de piedras con forma de cerebro humano, mismo color, misma rugosidad. Analizando aquello, tuve la sospecha de que quizás el cerebro no exista y sea una invención construida por mi imaginación cuando vi por primera vez uno de estos corales en mi infancia. La irrealidad de aquel paisaje marino no cesaba, casi acaricio a un pez bebé (otros le llaman pez globo) que flotaba apaciblemente y se me acercaba amoroso, con sus enormes labios y la boquita abierta suplicante. Era la viva imagen de un recién nacido, curioso, cauteloso, asombrado, que emana paz y observa con fascinación. Este pobre compartía su espacio y mi atención, con icnontables peces manta que, aunque habían demostrado sus buenas intenciones, no dejaban de inquietarme. No los podía controlar y tampoco mi miedo, ni las imágenes derivadas de mi intensa imaginación, así que cada vez que veía flotar esas temibles colas por debajo de mí y desaparecían de mi vista, me imaginaba que una de las rayas se sobresaltaba por algún motivo y me atravesaba: mi última imagen sería entonces mi brazo derecho extendido, amigable, tratando de generar confianza en ese bebé que me descubría los secretos de la vida en un universo desconocido.

Estuve flotando entre peces que, por su tamaño, parecían niños de 10 años, de todos las formas y colores, con movimientos más vivos o más pausados, con miradas desconfiadas o amenazantes; me quedé petrificado ante la langosta más grande jamás vista y la maravilla de una concha que parecía albergar una perla en su seno fue el colofón de un inmersión en un mundo de sueños.

Cuando salí del mar y regresé a lo que supuestamente debía ser "la normalidad", seguí admirando este cayo, hogar de la diversidad cultural y la felicidad. Personas de todas las razas conviviendo en perfecta armonía, la paz imperante bajo un sol amigo, niños corriendo, queridos, cuidados, mimados, padres adorables, bares mágicos, bebidas de colores de otras galaxias, tranpolines que te catapultan al fondo del mar, mesas de madera que reinan en piscinas de arena...

He soñado y he vivido. He conocido el paraíso.

lunes, 1 de octubre de 2007

que se llama Soledad

Y algunas veces suelo recostar
mi cabeza en el hombro de la luna
y le hablo de esa amante inoportuna
que se llama soledad.

Es curioso cuando uno se queda parado, mirando a ninguna parte, o se detiene en la lectura de algo relacionado con su trabajo, quizás creyendo que va a reflexionar al respecto y, sin embargo, el subconsciente identifica su espacio y salta al vacío. En medio de la nada, como si el universo fuera de una materia blanca infinita en la que uno es sólo una mancha negra, en el centro, comienza una canción, la que sea, la que corresponda a ese momento: el mensaje de nuestras verdades escondidas.

Yo andaba pensando en el Coltán; por si no lo saben, es un componente importante de los aparatos electrónicos. El 80% de esta materia prima se encuentra en el Congo, donde más de 4 millones de personas han muerto en una guerra que se financia para que podamos comprar teléfonos celulares, Play Station, Computadoras... y sacarle un mayor rendimiento a las ventas. Es terrible. Sobre todo si a uno le fascina la tecnología. ¿Cuál será la alternativa? ¿Dejar de comprar? ¿No ser parte de algo que uno condena desde el fondo de su corazón? ¿Comenzar una campaña para que las empresas tengan que comprometerse a...?

Hoy me hacían una de las mejores comparaciones que he escuchado en mucho tiempo. Me decían... es como si te invitan a una playa nudista y te apuntas. Vas. Y te das cuenta de que tú eres el único payaso que anda desnudo mientras los organizadores de la fiesta están perfectamente vestidos disfrutando del espectáculo. Hablaban de la OMC, y de sus políticas inconsistentes. Los países más proteccionistas del mundo "invitando" al resto de los países a que se hagan liberales...

Andaba en estos pensamientos cuando mi mente comienza a cantar a Sabina:

Y algunas veces suelo recostar
mi cabeza en el hombro de la luna
y le hablo de esa amante inoportuna
que se llama soledad.

Y me doy cuenta de que, efectivamente, estoy solo. Se ha ido Elena, mi compañera de casa, mi amiga, mi gran compañía en este país que cada día quiero más, y de pronto me percato de que todos los días comía con ella y casi todas las noches cenábamos juntos. Este acto social se transforma ahora en un mera necesidad biológica: debo alimentarme. Llegar a una casa vacía, cocinar para una sola persona, ingerir cualquier alimento con unas valores nutritivos mínimos, fregar los platos y regresar a la oficina. ¿Qué es la vida? ¿Quizás eso? ¿Comer en compañía? ¿Qué estamos haciendo? ¿Qué hago en El Salvador, preocupado por el Coltán de África, comiendo sólo en una casa demasiado grande para una persona?

Hace algún tiempo que llegué a la conlusión, aún no debidamente contrastada, de que el ser humano, todo lo que busca en este mundo es cariño.

¿Será?