miércoles, 27 de febrero de 2008

El culo de una arquitecta

Lo cierto es que tenía varias ideas que compartir; no sé dónde se me escondieron. Como saben, suelo publicar escritos propios, pero me llegó un correo tan bueno el día de hoy, que me parecería una injusticia y un acto de deseleal egoísmo no compartirlo.

El culo de una arquitecta
por Pedro Mairal

(publicado en Colombia, en la revista Soho, en febrero de 2008)

No suelo concordar con el prójimo varón sobre cuál es el mejor culo. Noto un gusto general por el culito escuálido de las modelos flacas. A mí me gustan grandes, hospitalarios, macizos. Me gusta el culo balcón, que sobresale y se autosustenta como un milagro de ingeniería. El culo bien latino, rappero, reggaetón, de doble pompa viva y prodigiosa.

Me salen versos cuando hablo de culos. Quizá porque en los culos hay algo más antiguo y atávico que en las tetas, que en realidad son una intelectualización.
Las tetas son renacentistas, pero el culo es primitivo, neanderthaliano. Con su poder de atracción inequívoca, su convergencia invitadora, es un hit prehistórico. Despierta nuestro costado más bestial: el del acoplamiento en cuatro patas. Las tetas son un invento más reciente, son prosaicas. El culo, en
cambio, es lírico, musical, cadencioso, indiscernible del meneo de caderas, del ritmo, la batida de la bossa que retrata a la garota que se aleja en Ipanema.

Porque el culo siempre se aleja, siempre se va yendo, invitando a que lo sigan. Se mueve en dirección contraria de las tetas que siempre vienen y por eso suelen ser alarmantes, amenazadoras, casi bélicas (me acuerdo de las tetas de Afrodita, la novia de Mazinger Z, que se disparaban como dos misiles). Las tetas
confrontan, el culo huye, es elegía de sí mismo, se va yendo como la vida misma y deja tristes a los hombres pensando qué cosa más linda, más llena de gracia aquella morena que viene y que pasa con dulce balance camino del mar.

Las mujeres argentinas tienen orto, las colombianas jopo, las brasileras bunda, las mexicanas bote, las peruanas tarro, las cubanas nevera o fambeco, las chilenas tienen poto. O mejor dicho, las chilenas no tienen poto, según mis amigos transandinos que se quejan de esa falta y quedan asombrados cuando viajan por Latinoamérica. Yo mismo casi me encadeno a la muralla del Baluarte de San Francisco en el último Hay Festival de Cartagena de Indias para no tener que volver y poder seguir admirando el desfile incesante de cartageneras o barranquilleras cuyos culos altaneros merecían no este breve artículo sino un tratado enciclopédico o un poemario como el Canto General.

De las cosas que hacen las mujeres por su culo, la que más ternura me da es cuando lo acercan a la estufa para calentarlo. No lo pueden evitar. Pasan frente a una chimenea o un radiador y acercan el culo, lo empollan un rato. El culo es la parte más fría de una mujer. Siempre sorprende al tacto esa temperatura, el
frescor del cachete en el primer encuentro con la mano.

Durante el abrazo, se puede llegar a los cachetes de dos maneras. Una es desde arriba, si la mujer tiene puesto un pantalón, pero es dificultoso y lo ajustado de la tela impide la maniobra y la palmada vital. La otra forma es desde abajo y eso es lo mejor, cuando se alcanza el culo levantando de a poco el vestido, por los muslos, y de pronto se llega a esas órbitas gemelas, esa abundancia a manos llenas. En ese instante se siente que las manos no fueron hechas para ninguna otra cosa más que palpar esa felicidad, para sentir con todos los músculos del cuerpo la blanda gravitación, el peso exacto de la redondez terrestre.

Se suele pensar que, en el sexo, la posición de perrito somete a la mujer. Pero hay que decir que abordar por detrás a una mujer de ancas poderosas puede ser todo lo contrario: es como acoplarse a una locomotora, como engancharse en la fuerza de la vida, hay que seguirla, no es fácil, uno queda subordinado a su energía, hay que trabajar, darle mucha bomba, carbón para la máquina. Es uno el
que queda sometido a su gran expectativa, absorto, subyugado, vaciándose para siempre en la doble esfera viva de esa mantis religiosa.

Una vez vi un hombre de unos 45 años dando vueltas al parque, corriendo tras su personal trainer. Lo curioso es que era una personal trainer, y las calzas azules de esta profesora de gimnasia evidenciaban que tenía un doctorado en glúteos. Como el burro tras la zanahoria, el hombre corría tras ella sin pensar en nada más que ese seguimiento personal. No me sorprendería que a la media hora
hubiera un grupo de corredores trotando detrás, en caravana. La música de los culos es la del flautista de Hamelin. Los hombres, con su legión de ratones, van tras ella, hipnotizados.

Las mujeres saben aprovechar sus recursos. Yo trabajé en una empresa en el mismo piso que una arquitecta narigona (esas narigonas sexys) y con un "tremendo fambeco". Ella sabía que era su mejor ángulo y lo hacía valer, con unos pantalones ajustados que dejaban todo temblando. Era una de esas oficinas cuadradas, llenas de líneas rectas: el almanaque cuadriculado, la tabla
rectangular del escritorio, la ventana, los estantes, las carpetas de archivos. Un lugar irrespirable de no ser por el culo de la arquitecta que a veces pasaba camino a tesorería o a la fotocopiadora. Su culo era lo único redondo en todo este edificio de oficinas. Lo único vivo yo creo. Nunca intenté nada (se decía que tenía un novio), pero en una época yo pensaba escribir una novela con los acoplamientos heroicos que imaginé con ella. Una novela que iba a titular, con un guiño a Greenaway, "El culo de una arquitecta".

No escribí ni dos líneas de esa novela, pero sí algunos poemas que ella nunca leyó. Me acuerdo que la veía antes de verla, la intuía en un ritmo particular que tenía el sonido de sus pasos, un peso, un roce de la cara interna de sus muslos de falsa mulata. Cuando aparecía en el rabillo de mi ojo, ya sabía plenamente que se trataba de ella. Y pasaba y todo se detenía un instante, el memo, el mail, la voz en el teléfono, todo se curvaba de pronto, no había más
rectas, todo se ovalaba, se abombaba, y el corazón del oficinista medio quedaba bailando. No exagero.

Además era plena crisis del 2002. Todo se derrumbaba, caían los ministros, los presidentes, caía la economía, la moneda, la bolsa, caía el gran telón pintado del primer mundo, caía la moral, el ingreso per cápita, todo caía, salvo el culo de la arquitecta que parecía subir y subir, cada vez más vivaracho, más mordible, más esférico, más encabritado en su oscilación por los corredores,
pasando en un meneo vanidoso que parecía ir diciendo no, mirame pero no, seguime pero no, dedicame poemas pero no. Ojalá ella llegue a leer esto algún día y se entere del bien que me hizo durante esos dos años con solo ser parte de mi día laborable pasando con tanta gracia frente al mono de mi hormona.
Y ojalá se entere también que, cuando me echaron, lo único que lamenté fue dejar de verla desfilar por los pasillos respingando el durazno gigante de su culo soñado.

jueves, 7 de febrero de 2008

¿Será tan simple?

No, no puede ser tan simple, pero...

Hoy me asaltaba una vieja duda, acompañada de una vieja ocurrencia. Más allá del clásico cuestionamiento entre realidad y ficción, vigilia y sueño, que sigue atormentándome, me preguntaba sobre el cambio climático.

Tantos millones invertidos en energía renovable. Tantos esfuerzos, coordinación, descoordinación, intereses, verdades a medias, para acabar diciendo que lo que hay que hacer es reducir las emisiones de carbono tanto en países en desarrollo, como en países desarrollados, cuando todos sabemos que la mayor contaminación la provocan Estados Unidos y Europa. Y yo me pregunto: ¿no será posible dedicar recursos a la investigación para generar procesos que simulen la fotosíntesis?

Podemos hacer volar ni sé cuántas toneladas, podemos hacer volar el planeta entero por los aires, podemos ver fotos de planetas a millones de años luz, ¿y no podemos imitar el proceso de las plantas?

¿serviría eso para contra-restar las emisiones de gases de efecto invernadero?

martes, 5 de febrero de 2008

Carta desde la ingenuidad de un hijo

Me pidieron que escribiera una carta, sin darme ninguna pauta: ni extensión, ni a quién debía ir dirigida, ni nada que pudiera orientarme. Así que si, por el motivo que fuere, sientes próximas estas líneas o te identificas con ellas, si despiertan tu atención o un sentimiento de cualquier tipo, esta carta puede también ir dirigida a ti pero creo que, sobre todo, va dirigida a mí mismo.

Los seres humanos tenemos ciertas capacidades, podemos aguatar hasta determinado punto. Una vez alcanzado éste, nos damos cuenta de que hay personas a las que se les puede pedir más aún y otras a las que no hace falta pedírselo, porque de ellas sale regalárnoslo.

Yo lo he visto, lo he sentido, lo he vivido. He podido observar cómo una persona es capaz de aguantar ocho horas en el trabajo y aún dos más, y cuando parece que diez son muchas, se prolongan a doce y, visto que la carga es asumible, la jornada laboral computa catorce horas, de lunes a domingo. Pero, ¿de qué me extraño? No es tan raro… Aún se le pueden robar diez horas al día, para descansar.

O, tal vez, para preparar la cena de esa noche y la comida del día siguiente, para los niños, para tratar de ver cómo han ido las cosas en la ikastola –colegio-, arreglar problemas con los profesores, coser un parche en los pantalones y otro en la vida, día sí y día también, poner la mesa, recogerla, limpiar la ropa, la casa, acostar a los niños, mediar en sus discusiones y peleas, sonreír, descansar, cada día menos. Es entonces, después de años y más años, cuando un pequeño suspiro, casi imperceptible, que clama a gritos un “no puedo más”, se escapa de la boca de una mujer y uno se percata de que se trata de “la amá” –madre-, no de una mula, y es en ese momento cuando uno se sonroja, se avergüenza, por no haberse dado cuenta antes.

“La vida de uno no es lo que sucedió, sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda”, comienza Vivir para contarlo, la autobiografía de Gabriel García Márquez. Suscribo totalmente esta frase. Era yo un niño de nueve años, un tanto desconcertado, de pie ante un señor en cuclillas que me agarraba cariñosamente de los brazos, al tiempo que sus ojos, de mirar sosegado, tranquilizaban a los míos. “Pero Ayayi, ¿no te acordás de que cuando tenías seis años te contamos que la amá y yo nos divorciamos?”. Ese señor era el aitá, mi padre. Lo cierto es que yo no recordaba nada de eso, pero nunca me olvidaría de lo que acababa de ocurrir. Ignoro si le debo ese recuerdo a la memoria selectiva o quizás, a que con seis años uno no es consciente del significado del divorcio. El aitá era director de exportaciones, por lo que yo estaba acostumbrado a no verlo todos los días. Era habitual que estuviera fuera y recuerdo interminables horas en el balcón de casa, el día que se suponía que regresaba de viaje. Probablemente cada vez lo fuimos viendo menos. Al comienzo vivía en San Sebastián, después en Madrid, más tarde en el Puerto de Santa María, hasta que terminó regresando a Buenos Aires, con el ánimo de dar respuesta a un sentimiento de desarraigo que no podría desaparecer ya nunca.

Todo esto, desde luego que tendía unas consecuencias directas para mi hermano y para mí, pero quien más tuvo que soportar la carga física de esta situación, fue la amá. El hecho de provenir de Euskadi, en los tiempos en los que a ella le tocó vivir, imponía ciertas particularidades. En primer lugar, una familia racista. No es lo mismo casarse con un vasco, que con alguna persona de otro lugar. Pero ni qué decir tiene, que un sudaca, ni siquiera puede jugar en esta liga. Sumémosle además el desprestigio del divorcio. Y, ya que estamos, dos hijos que no son precisamente dos ángeles. “La vida es aquello que nos sucede, mientras nos empeñamos en hacer otros planes”, escribiría John Marshall Lenon. No sé si la amá tendría algún plan claramente trazado, pero apuesto a que no era éste. Sin embargo, con el cariño de los que tenía cerca y, sobre todo, con una fuerza que no creo que nadie llegue a saber nunca de dónde sale, siguió adelante. Hubo días duros, de tristeza, diferentes cortes de pelo, ceniceros que se llenaban de colillas y humo, mucho humo. No todas las decisiones fueron acertadas. En ocasiones, el agotamiento y malestar del trabajo, se colaban en casa. Por supuesto que hubo pequeñeces que, por ser la gota que colma el vaso, se exageraron sin medida. Hubo enfrentamientos, tal vez con el ánimo que tiene un niño de encontrarse a sí mismo y, al final, siempre, el cobijo de una madre eternamente preocupada por sus pequeños.

Esta carta que, sin pretenderlo, se está convirtiendo en un homenaje a la amá, es el relato de un hijo que ha crecido, como bien titularía Neruda en un bellísimo libro editado con fotografías en blanco y negro, en la ausencia; “Retrato de la Ausencia”. Porque, por mucho que la amá lo pretendiera, ella no podía, ni puede, hacer de padre y de madre al mismo tiempo; puede hacer de la mejor madre que un hijo podría soñar, pero sólo eso. Y, ese “sólo”, no viene a representar poco, sino único. Nadie podrá nunca sustituir la figura del aitá.

Mi hermano y yo tuvimos que aprender a sobrevivir. Desde muy temprano comencé a equivocar mi camino. Ante la infinidad de horas que pasaba la amá en el trabajo y la espera de que el aitá llegara de su próximo viaje, no sé aún por qué, consideré que mi hermano pequeño necesitaba que alguien le marcara el camino. Por supuesto que no tenía yo conocimientos para decidir qué era correcto y qué no, de modo que me limité a imponer mi poco acertado criterio. Muchas serían las veces en que Víctor me recriminaría que yo no era su padre, y muchas más las ocasiones en que trataríamos de acertar cuál sería la respuesta adecuada y qué habrían hecho nuestros padres ante tal o cual problema. Y así fueron pasando los años.

Si la amá representa vitalidad, fuerza, el aitá representa sabiduría, conocimiento. Es cierto que muchas veces no “estuvo ahí”, aunque le habría encantado, pero yo siempre lo llevé en mi corazón, y lo sigo llevando. Creo que la amá tuvo y sigue teniendo la sensación de habernos criado ella sola y, aunque lo intento, sé que no soy capaz de sentir la crudeza de esa situación. Sin embargo, no fue así. El aitá, con su ausencia, con el inequívoco peso que la escasez otorga a sus palabras, dejó impresa en mí cada una de sus lecciones. Una de ellas, recurrente a lo largo de mi vida, dice que ser héroe una sola vez, es fácil, cualquiera lo puede hacer; lo difícil es ser héroe todos los días. Por eso admiro tanto a la amá.