Me pidieron que escribiera una carta, sin darme ninguna pauta: ni extensión, ni a quién debía ir dirigida, ni nada que pudiera orientarme. Así que si, por el motivo que fuere, sientes próximas estas líneas o te identificas con ellas, si despiertan tu atención o un sentimiento de cualquier tipo, esta carta puede también ir dirigida a ti pero creo que, sobre todo, va dirigida a mí mismo.
Los seres humanos tenemos ciertas capacidades, podemos aguatar hasta determinado punto. Una vez alcanzado éste, nos damos cuenta de que hay personas a las que se les puede pedir más aún y otras a las que no hace falta pedírselo, porque de ellas sale regalárnoslo.
Yo lo he visto, lo he sentido, lo he vivido. He podido observar cómo una persona es capaz de aguantar ocho horas en el trabajo y aún dos más, y cuando parece que diez son muchas, se prolongan a doce y, visto que la carga es asumible, la jornada laboral computa catorce horas, de lunes a domingo. Pero, ¿de qué me extraño? No es tan raro… Aún se le pueden robar diez horas al día, para descansar.
O, tal vez, para preparar la cena de esa noche y la comida del día siguiente, para los niños, para tratar de ver cómo han ido las cosas en la ikastola –colegio-, arreglar problemas con los profesores, coser un parche en los pantalones y otro en la vida, día sí y día también, poner la mesa, recogerla, limpiar la ropa, la casa, acostar a los niños, mediar en sus discusiones y peleas, sonreír, descansar, cada día menos. Es entonces, después de años y más años, cuando un pequeño suspiro, casi imperceptible, que clama a gritos un “no puedo más”, se escapa de la boca de una mujer y uno se percata de que se trata de “la amá” –madre-, no de una mula, y es en ese momento cuando uno se sonroja, se avergüenza, por no haberse dado cuenta antes.
“La vida de uno no es lo que sucedió, sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda”, comienza Vivir para contarlo, la autobiografía de Gabriel García Márquez. Suscribo totalmente esta frase. Era yo un niño de nueve años, un tanto desconcertado, de pie ante un señor en cuclillas que me agarraba cariñosamente de los brazos, al tiempo que sus ojos, de mirar sosegado, tranquilizaban a los míos. “Pero Ayayi, ¿no te acordás de que cuando tenías seis años te contamos que la amá y yo nos divorciamos?”. Ese señor era el aitá, mi padre. Lo cierto es que yo no recordaba nada de eso, pero nunca me olvidaría de lo que acababa de ocurrir. Ignoro si le debo ese recuerdo a la memoria selectiva o quizás, a que con seis años uno no es consciente del significado del divorcio. El aitá era director de exportaciones, por lo que yo estaba acostumbrado a no verlo todos los días. Era habitual que estuviera fuera y recuerdo interminables horas en el balcón de casa, el día que se suponía que regresaba de viaje. Probablemente cada vez lo fuimos viendo menos. Al comienzo vivía en San Sebastián, después en Madrid, más tarde en el Puerto de Santa María, hasta que terminó regresando a Buenos Aires, con el ánimo de dar respuesta a un sentimiento de desarraigo que no podría desaparecer ya nunca.
Todo esto, desde luego que tendía unas consecuencias directas para mi hermano y para mí, pero quien más tuvo que soportar la carga física de esta situación, fue la amá. El hecho de provenir de Euskadi, en los tiempos en los que a ella le tocó vivir, imponía ciertas particularidades. En primer lugar, una familia racista. No es lo mismo casarse con un vasco, que con alguna persona de otro lugar. Pero ni qué decir tiene, que un sudaca, ni siquiera puede jugar en esta liga. Sumémosle además el desprestigio del divorcio. Y, ya que estamos, dos hijos que no son precisamente dos ángeles. “La vida es aquello que nos sucede, mientras nos empeñamos en hacer otros planes”, escribiría John Marshall Lenon. No sé si la amá tendría algún plan claramente trazado, pero apuesto a que no era éste. Sin embargo, con el cariño de los que tenía cerca y, sobre todo, con una fuerza que no creo que nadie llegue a saber nunca de dónde sale, siguió adelante. Hubo días duros, de tristeza, diferentes cortes de pelo, ceniceros que se llenaban de colillas y humo, mucho humo. No todas las decisiones fueron acertadas. En ocasiones, el agotamiento y malestar del trabajo, se colaban en casa. Por supuesto que hubo pequeñeces que, por ser la gota que colma el vaso, se exageraron sin medida. Hubo enfrentamientos, tal vez con el ánimo que tiene un niño de encontrarse a sí mismo y, al final, siempre, el cobijo de una madre eternamente preocupada por sus pequeños.
Esta carta que, sin pretenderlo, se está convirtiendo en un homenaje a la amá, es el relato de un hijo que ha crecido, como bien titularía Neruda en un bellísimo libro editado con fotografías en blanco y negro, en la ausencia; “Retrato de la Ausencia”. Porque, por mucho que la amá lo pretendiera, ella no podía, ni puede, hacer de padre y de madre al mismo tiempo; puede hacer de la mejor madre que un hijo podría soñar, pero sólo eso. Y, ese “sólo”, no viene a representar poco, sino único. Nadie podrá nunca sustituir la figura del aitá.
Mi hermano y yo tuvimos que aprender a sobrevivir. Desde muy temprano comencé a equivocar mi camino. Ante la infinidad de horas que pasaba la amá en el trabajo y la espera de que el aitá llegara de su próximo viaje, no sé aún por qué, consideré que mi hermano pequeño necesitaba que alguien le marcara el camino. Por supuesto que no tenía yo conocimientos para decidir qué era correcto y qué no, de modo que me limité a imponer mi poco acertado criterio. Muchas serían las veces en que Víctor me recriminaría que yo no era su padre, y muchas más las ocasiones en que trataríamos de acertar cuál sería la respuesta adecuada y qué habrían hecho nuestros padres ante tal o cual problema. Y así fueron pasando los años.
Si la amá representa vitalidad, fuerza, el aitá representa sabiduría, conocimiento. Es cierto que muchas veces no “estuvo ahí”, aunque le habría encantado, pero yo siempre lo llevé en mi corazón, y lo sigo llevando. Creo que la amá tuvo y sigue teniendo la sensación de habernos criado ella sola y, aunque lo intento, sé que no soy capaz de sentir la crudeza de esa situación. Sin embargo, no fue así. El aitá, con su ausencia, con el inequívoco peso que la escasez otorga a sus palabras, dejó impresa en mí cada una de sus lecciones. Una de ellas, recurrente a lo largo de mi vida, dice que ser héroe una sola vez, es fácil, cualquiera lo puede hacer; lo difícil es ser héroe todos los días. Por eso admiro tanto a la amá.
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3 comentarios:
Uf, qué bonito. Mi padre decía:
- Los hijos, de niños, te adoran; de jóvenes, te juzgan y, de mayores, algunas veces te perdonan.
No es frase original suya pero nunca la he olvidado.
(Como no tengo cuenta en google, te comento a través del correo de lamaladelapelicula)
David (www.puedoprometeryprometo.com)
HOLA!Me sigue gustando como escribes y no te pierdo la pista,siempre divertidas las cosas que te pasan,que sientes y que inventas....
En esta ocasion,me contastes muchas de las cosas que te ocurrieron y al leerla me parecia, que de alguna manera gozaba de imformacion de primera mano.
Un beso Tikal
...qué decir? me gustaron tus palabras pero me más me gustó su significado y lo mejor, el saber ver y valorar la fuerza de una madre luchadora. Sentí que a veces hablabas de la mía.
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