jueves, 17 de enero de 2008

La octava maravilla

Las manos que dibujan la existencia son muchas y dispares. La mano por excelencia, la que en su día creó las siete maravillas del mundo antiguo, la que, con certeza, dio origen a las montañas de heno que se alzan taciturnas junto a lagos y océanos en la irregular orografía de Río, la que hoy dibuja mis sueños en una realidad que contemplo con devota admiración, comenzó, hace veintiocho años, con un trazo sencillo. Un semicírculo era el inicio de una de esas creaciones que son recordadas por los siglos de los siglos, contempladas por los ojos de todos, envidiadas por la mayoría. El trazo proseguía, ininterrumpido; el primer semicírculo fue acompañado por otros cuatro pequeños tallos de rosa sin espinas, que servían de guía a un diminuto pie perfecto. El lápiz dibujaba un tobillo que daba origen a una pierna rosada, flexionada. El espejo de la mano izquierda de la perfección, siempre más lento, comenzó, con su labor de simetría, a dibujar la otra pierna del bebé que ya se intuía. De la creatividad, que hacía avanzar sin detener el melodioso recorrido de su mina, nació la más hermosa de las barrigas. Un hombro delicado y fuerte, femenino, era el inicio de un brazo sin defectos; el codo era algo puntiagudo, sin llegar a huesudo, simpático. La mano izquierda miró a la derecha, se estudiaron, ambas sabían lo que la otra pensaba; si el trazo seguía su camino perfecto, surgiría la duda: las manos de este bebé serían iguales a las manos que las estaban dibujando y, ¿quién sería entonces creador y quién creado? Un cuello fino, suave, sostenía con elegancia una carita redonda que el lápiz inventaba. La piel, dócil, era el pastel más dulce; los labios gorditos, tenían el gesto constante de estar enviando un beso. La nariz respingona, perfilada, daba seriedad a un mirar cálido de ojos hermosos del color de la miel. La mano que dibujaba estudió en silencio la punta del lápiz, se estudió a sí misma, a su universo; después de toda una noche de trabajo, llegó todo un día de contemplación. Estaba satisfecha. Sin embargo, día tras día, fue redibujando esta maravilla. Al ponerse el sol, borraba una línea no del todo cuidada, le añadía un milímetro, le perfeccionaba la sonrisa y, cada dos perfecciones, le aumentaba sutilmente el tamaño del corazón. Fueron pasando las puestas de sol, los meses y los años, la Diosa Creación se dio cuenta de que la niña se iba convirtiendo en mujer, de que tenía que comenzar a sugerir el pecho, delicado, redondo, de colorados pezones que despuntaran a la pasión, como despunta el alba a un nuevo día; el pubis se decoraba de bello y el calor interno se condensaría en un futuro no ya lejano para llover entre sus muslos, entre sus labios, entre jadeos y suspiros. Me fui a Egipto, visité el Nilo, las antiguas Pirámides, me detuve petrificado ante Giza. Cuando el sol se puso y la única sobreviviente de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo y yo nos quedamos frente a frente, pude observar como ésta se iba transfigurando, poco a poco. Una mano, con delicado cuidado, la acariciaba, la reinventaba. Entonces me miró y me explicó, que una maravilla se cuida cada noche, se estudia cada día, porque si no, desatendida, muere lentamente con un quejido en su boca, con un reproche. Le pregunté qué había sido de las otras seis y si no pensaba proseguir con su tarea. Me explicó lo que ya me había dicho y me hizo saber que la octava, la última, la más hermosa, me esperaba sin saberlo ella, sin saberlo yo. Es por ello, que hoy tengo, junto a mí, a la más bella persona, vestida de la más bella mujer. Cada noche la contemplo y cada mañana la admiro, sabiéndola un poco más maravillosa que ayer.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Muy sugerente y original. Sobre todo, muy hermoso para quien vaya dirigido.

Muchas gracias por tus bonitos comentarios en lamaladelapelicula y en puedorpometeryprometo.

Anónimo dijo...

Me repito, nos repetimos. Padre e hija.

Queremos más