Aquella madrugada un amigo de la infancia me fulminó con una de las peores noticias que me podía dar, motivo por el cual, su segundo anuncio no lo asimilé hasta varias semanas más tarde: "vamos a organizar una cena de octavo de egb el 22".
Las casualidades de la vida, si es que existen, quisieron que yo anduviera de regreso por esa época, de modo que confirmé mi asistencia a tan pintoresco evento. Tenía plena conciencia de que hacía catorce años que no veía a varias de aquellas personas. ¿Cómo estarían? ¿Qué habría sido de ellas?
Me asaltó una duda: ¿No será como esos encuentros de las películas yankees en los que la gente empieza a presumir de sus logros? La idea me atormentaba. Decidí olvidar el asunto.
Era 21, me encontraba en compañía de mis mejores amigos, de pintxos por San Sebastían, el día de Santo Tomás. ¿Qué más podía pedir? La mejor compañía, el mejor día en mi mejor ciudad, el más bello de los sueños siendo vivido de forma consciente. A media tarde, entre txakoli y txakoli, nos encontramos con Ana y Ane, dos chicas de EGB a las que veríamos al día siguiente. Estuvimos hablando algunos minutos que a mí me parecieron horas y la conversación concluyó cuando Ana, tras hablar de la cena y demás, se dirigió a mí para preguntarme: ¿Pero tú ibas en mi clase?
¿Cómo que si YO iba en SU clase? No sólo me había borrado once años de historia (además de compartir egb, fuimos a la misma clase en Parvulitos) sino que además se apoderaba de la clase, SU clase. Se acordaba de los otros tres que pasaron con nosotros de párvulos a egb; ander, iker, mikel y a mí me había condenado al olvido.
Lo cierto es que no era un gran drama, no se trataba de alguien que importara en exceso, creo que la he visto en tres ocasiones en los últimos catorce años, pero no acordarse en absoluto...
Era día 22, quedé con Laura (mi mejor amiga) en el barrio para ir a la cena. Pensé que la moto no arrancaría, pero no lo pude comprobar, ya que no encontré las llaves. Nos acercaron en coche, llegamos relativamente temprano, en el momento ideal: ni estaban todos, ni éramos los primeros. Lo cierto es que no había reparado en la importancia del asunto hasta que comenzaron las conversaciones.
Tras saludar a los que ya estaban, empezamos a hablar sobre cualquier cosa. Como era lógico, la conversación se centró en la propia cena. Confesé que tuve una mezcla de sentimientos cuando pensé en asistir: por un lado, la curiosidad por saber qué habría sido de la gente; por otro, el pánico de encontrarme con todas aquellas personas que hacía tantos años me conocieron cuando aún era bastante vulnerable y no me había conformado como persona; por último, el morbo de todo esto. Al pronunciar estas ideas de forma tan abierta y despreocupada, di pie a que la gente empezará a confesar sus miedos. Miedo a asistir solos, por lo que algunos habían quedado en parejas para venir acompañados después de que algunas cervezas les ayudaran a envalentonarse, el terror que alguna sentía a ser la primera y tener que esperar, el horror que le producía a otro ser el último y tener que enfrentarse solo ante toda la clase...
Estas primeras charlas me hicieron comprender que ya habían pasado catorce años, que mucha tontería había quedado atrás, que, a nuestra manera, habíamos madurado en cierta medida y no necesitábamos seguir escudándonos tras una apariencia fingida para pasar lo más desapercibido posibles. La cena fue sorprendentemente bien; todos terminamos alegres, con algo de hambre, y muchos de nosotros algo bebidos. Como ya viene siendo habitual, no había autobuses, la parada de los taxis estaba a rebosar y nos tocó la caminata de hora y pico de regreso a casa. A mitad de camino a Laura no se le ocurrió nada mejor que esperar en la parada del bus, hecho que por supuesto produjo que yo me quedara frito en la marquesina y ella cagada de frío hasta que logró despertarme; no tuvo mayor consecuencia que la de sumar media hora más al tiempo que separa la fiesta en la parte vieja del reposo en el calor del hogar.
Llegamos a casa y había que cenar-desayunar algo, era imperativo. Laura se puso a calentar el pollo y yo me recliné en el banco de la cocina. Todavía alcancé a ver cómo lo colocaba en la mesa, antes de perder mi batalla con el sueño. Trató de despertarme nuevamente, pero esta vez desistió. Ya era demasiado para una noche. Me figuro que se despediría cariñosa, con un muxu, y se iría a tratar de descansar. Lo siguiente que recuerdo es que la amona (abuela) me despertó en la cocina y me sugirió dulcemente que quizás estaría más cómodo en la cama. Me incorporé, con la memoria fresca en la última imagen antes de caer dormido, observé el vacío en la mesa y todo cuanto pude pronunciar fue: ¿dónde está mi pollo?
La amona lo volvió a colocar en su lugar, entre risotadas, frío esta vez para que me lo pudiera comer antes de desfallecer.
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1 comentario:
Un tema...lo de "no se le ocurrió nada mejor que esperar en la parada del bus, hecho que por supuesto produjo que yo me quedara frito en la marquesina" te parecerá normal a ti. ¡Je,je!
Un muxu muy fuerte, Patx.
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