Hoy me venía a la mente un pensamiento recurrente: ¿por qué la memoria funciona así? No me refería a los recuerdos que escondemos en el inconsciente o a aquéllos que disfrazamos para que nos complazcan a través de un pasado más digno. Siempre me ha llamado la atención por qué uno es capaz de recordar una imagen; el reloj sobre la mesilla de la cama, las llaves bajo la cómoda de la entrada, el perro sobre dos patas suplicando cariño, o de recordar un sonido; la voz de una amante susurrando en tu oído, el viento soplando inclemente, las olas rompiendo en la orilla del mar, la voz de aquella persona que te ha escrito una carta y ahora lees... y no somos capaces de recordar, de reproducir un sentimiento.
En parte tiene sentido, imagínese si hoy pudiera sentir el mismo dolor que me produjo en su día un caramelo recién hecho, hirviendo, que se me derramó en las manos y me las quemó enteras: tendría que ser un recuerdo reprimido a la fuerza ya que, de lo contrario, cada vez que éste hiciera presencia en mi mundo de pseudo-fantasía, yo tendría que tirarme al suelo entre lágrimas. Uno puede recordar que algo le dolió, pero no puede recordar el dolor. Sin embargo, la otra cara de la moneda, que es la que principalmente me ha hecho entender por qué no rememoramos un sentir, es el orgasmo. Hoy lo he visto claro. Si uno pudiera reproducir sus mejores momentos y simplemente con eso llegar a la muerte dulce, y sumamos a este hecho la condición humana por la cual uno adorna sus recuerdos hasta que satisfacen sus deseos de un pasado ideal, tendríamos que la raza humana no se perpetuaría: uno sencillamente se quedaría en casa recordando sonriente.
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