viernes, 14 de diciembre de 2007

Desvaríos sobre la Memoria

Hoy me venía a la mente un pensamiento recurrente: ¿por qué la memoria funciona así? No me refería a los recuerdos que escondemos en el inconsciente o a aquéllos que disfrazamos para que nos complazcan a través de un pasado más digno. Siempre me ha llamado la atención por qué uno es capaz de recordar una imagen; el reloj sobre la mesilla de la cama, las llaves bajo la cómoda de la entrada, el perro sobre dos patas suplicando cariño, o de recordar un sonido; la voz de una amante susurrando en tu oído, el viento soplando inclemente, las olas rompiendo en la orilla del mar, la voz de aquella persona que te ha escrito una carta y ahora lees... y no somos capaces de recordar, de reproducir un sentimiento.

En parte tiene sentido, imagínese si hoy pudiera sentir el mismo dolor que me produjo en su día un caramelo recién hecho, hirviendo, que se me derramó en las manos y me las quemó enteras: tendría que ser un recuerdo reprimido a la fuerza ya que, de lo contrario, cada vez que éste hiciera presencia en mi mundo de pseudo-fantasía, yo tendría que tirarme al suelo entre lágrimas. Uno puede recordar que algo le dolió, pero no puede recordar el dolor. Sin embargo, la otra cara de la moneda, que es la que principalmente me ha hecho entender por qué no rememoramos un sentir, es el orgasmo. Hoy lo he visto claro. Si uno pudiera reproducir sus mejores momentos y simplemente con eso llegar a la muerte dulce, y sumamos a este hecho la condición humana por la cual uno adorna sus recuerdos hasta que satisfacen sus deseos de un pasado ideal, tendríamos que la raza humana no se perpetuaría: uno sencillamente se quedaría en casa recordando sonriente.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Pachecadas para adictos

Los que me conocen bien han desarrollado cierta dependencia hacia mis pachecadas. De hecho, los que me conocen bien fueron los creadores de este término. Se refiere a una de esas actuaciones en las que uno va tomando una decisión rídicula tras otra, hasta que obtiene el resultado más improbable de entre los improbables.

Voy a comenzar por la más breve y menos interesante: Carro en venta.

Tengo un coche de la marca Isuzu Rodeo, que ha sido sustituido por una Mitsubishi Montero que acabo de comprar. Por lo tanto, me veo en la necesidad de vender la Rodeo, que ha sido una gran compañera de fatigas en este primer año en El Salvador. Hará cosa de cuatro días que agarré betún blanco para zapatos y le planté en la luna trasera un S/V 78152010 que es como uno vende aquí los carros. Esto lo hice en el aparcamiento de la oficina, con cierta timidez de novato.

Al segundo día, en un cruce, el coche empieza a hacer algo raro, tiembla, parece que no le entraran las marchas, van bajando las revoluciones, se me cala. Es un coche automático, así que lo de calarse me desconcierta un poco. Consigo arrancarlo y llegar a la oficina. Salgo algo sorprendido, voy a trabajar y regreso al cabo de algunas horas, olvidado de la anécdota.

Cuando lo arranco nuevamente, parece no dar grandes problemas. Estoy llegando a la puerta de la salida, me encuentro con Claudia, conversamos unos minutos, nos despedimos y, cuando voy a salir del aparcamiento, temblores, revoluciones bajando, no entran las marchas, se cala. ¿Qué cojones le pasa al puto coche? Ahora que lo voy a vender empieza a fallar y se queda tirado bloqueando la puerta del aparcamiento...

Llamo a don José, mi mecánico, y le cuento mis penas. Él, que me conoce bastante bien, escucha en silencio, con atención y creo que conteniéndose la risa, hasta que, al final de mi discurso me pregunta: ¿Y tiene gasolina el coche?

Pachecada 2. De vuelta a casa después de una noche de fiesta.

Me despierto por la mañana, como a las 6, y veo que mi cuerpo se encuentra maltrecho en el sillón del salón, doblado, incómodo y dolorido. Me levanto como puedo, sin entender qué carajo hago yo en el salón vestido de traje y camisa y me encamino a mi habitación. Cuando comienzo a subir las escaleras, percibo un olor extraño que no sé de dónde viene. Me aproximo a la cocina y veo que la zona de los fuegos y el horno tiene una luz prendida. Ay ay ay. No he volado de milagro. Compruebo que no son los fuegos, sino el horno. Abro la puerta y me encuentro dos pedacitos de carbón. ¿Qué será? Por la forma y las ráfagas que llegan a mi cerebro, intuyo que dos pedacitos de pan con jamón, queso y pimientos carbonizados.

Vuelvo a subir las escaleras, meneando la cabeza en señal de reprobación a mí mismo,cuando empiezo a escuchar un pi pi pi pi pi. ¿Qué coño será eso? En fin, sigo subiendo las escaleras y me meto en la cama. El sonido no deja de molestar y bajo nuevamente, pero claro, cuando yo ando por ahí justo no suena. Resulta que pienso, será el horno, que se ha calentado demasiado, considerando que ha estado 5 horas al máximo de temperatura, y al tiempo que abro la puerta para que se enfríe pienso en la cuenta de la luz que me va a llegar. Estoy saliendo de la cocina y... pi pi pi pi... qué será, me asomo y en el micro parpadea un End end end end... ¿También el micro? Abro la puerta y me encuentro un puré de zanahoria. En ese momento caigo en la cuenta de que la noche anterior había salido, me habían dado las mil, llegué a casa, puse comida a calentar en horno y micro y me dije, en lo que se hace, voy a descansar al sofá...

martes, 4 de diciembre de 2007

De paraísos, amigos y conversaciones singulares


Este que tenemos aquí es mi nuevo amigüito, el Doctor. Además de ser una hermosura y una gran compañía, es un tanto hincha pelotas, pero se lo quiere mucho. Es, en cierta medida, un generador de dependencia, ya que mi tiempo ahora se ve reducido debido a las atenciones que el Doctor requiere y merece.
Compartimos desayunos, almuerzos y cenas que, por si alguno se acuerda, hubo cierto post en el que me preguntaba si no sería eso lo que buscamos en la vida, comer acompañados. Lo cierto es que además, me limita un poco los fines de semana y demás periodos festivos, ya que tengo que ver si alguien se queda con él cuando yo pretendo viajar.

En esas andábamos la semana pasada, cuando una amiga me acompañó a comprar una caseta para el Doctor. No se sabe cómo, terminamos hablando de sexo, de preservativos, del SIDA, de enfermedades, contagios, imprudencias... Y llegamos a una conclusión evidente: no está todo inventando. Es cierto que el preservativo (depende cuál) reduce la sensibilidad, sobre todo para el hombre, cuando hablamos simplemente de penetración. Sin embargo, tampoco la diferencia es para tanto y los riesgos son aceptables. Entonces nos acordamos de unas charlas que tuvimos y de los guantes y demás inventos para permitir relaciones más seguras. Ahora bien, como decíamos, no está todo inventado. Nos paramos a pensar en una mamada (felación para los más políticamente correctos) y yo decía que la verdad es que ahí, con un preservativo, uno no siente nada. A lo que ella me regalo otra de estas grandes comparaciones que uno debe memorizar por siempre: es como si te vas a comer una paleta y no le quitas el envoltorio. Lloramos de la risa.

El caso es que por fin conseguí que me cuidaran al Doctor y fue así que pude conocer Roatan, otro pedazo de tierra que flota libre en el Caribe. Fue un fin de semana fantástico. El domingo, por circunstancias, me tocó pasarlo solo, así que agarré un botecito y me acerqué a la hermosa playa de West Bay. Llevaba conmigo un par de libros, una toalla y protección solar. Era todo cuanto llevaba, ya que siguiendo el mal consejo de un amigo, me cambié de traje de baño y la plata se quedó en el traje que dejé en la habitación. Me tiré en la orilla, acompañado por Carpentier y su fabuloso "Siglo de las Luces" y se me fueron acercando primero unos niños, con su infinita curiosidad y después unos pececillos igualmente sorprendidos por mi presencia. Los niños me preguntaban que si leía la Biblia, a lo que yo respondía que éste era otro libro de aventuras menos ancestral, pero igualmente entretenido. Uno de ellos se sentó a mi par y continuaba mi lectura, otros jugaban o se interrumpían en sus relatos. Un mocoso de un año me hacía todo tipo de preguntas ininteligibles al tiempo que llenaba vasitos de plástico de mar y arena. Él sabía que manejaba varios Caribes en sus manos y los miraba con fascinación de creador.

La sorpresa mayúscula llegó cuando pude notar que alguien me besaba los piececitos bajo el mar y no eran otros que los peces transparentes con rayas amarillas que habían ido adquiriendo confianza en las últimas horas de lectura y alboroto. Sacudí suavemente el pie, sorprendido por su acercamiento y éstos, dejando la timidez para otra ocasión, se dejaban mecer por mis leves empellones. Así fue que en un mismo día, Carpentier, los niños y los peces, un poco olvidados del Doctor, creamos un extraño vínculo que viene flotando desde el Caribe a las costas del Pacífico, donde ahora medito sobre una inusual tarde de domingo.