El Dólar: breve historia
En 1535, el hijo de Felipe el Hermoso y de Juana la Loca, quien llega a ser conocido con los nombres de Carlos I Rey de España y Carlos V Emperador de Alemania, ordena que en las recién descubiertas minas de plata en el territorio de lo que hoy es México, se empiece a acuñar una moneda similar a la que se utilizaba en Europa con el nombre de thaler; nombre que es una abreviatura de Joachimsthaler, el valle al norte de Bohemia en el cual se encontraban las minas de plata que proveían el metal para acuñarla.
Los españoles residentes en México cumplieron la orden y acuñaron los thaler. Sin embargo, al no estar familiarizados con la letra “th” sino con su correspondiente sonido “d”, sustituyen las dos letras y bautizan la nueva moneda con el nombre de ‘daler’.
Pero la iniciativa de los acuñadores fue mas allá y -recordando su travesía y su origen- tallan en los daler las dos columnas de Hércules reluciendo contra un horizonte formado por las costas del viejo y el nuevo mundo. Esta efigie estilizada origina la figura de una ‘S’ cruzada por dos barras verticales, la que eventualmente llega a ser el símbolo del daler. Y de la riqueza.
En el primer siglo de acuñación, los daler de plata fluían casi en su totalidad directamente a España. Se calcula que entre 1540 y 1650, en el antiguo reino moro de Granada –en lo que hoy es la provincia de Andalucía, al sur de España- el exceso en la circulación de monedas de plata, generó un aumento en el nivel de precios superior al 600 por ciento,[1] en un mundo donde la inflación era entonces un fenómeno desconocido. Pero a mediados del Siglo XVII, los daler comenzaron a circular también en territorio mexicano. Adam Smith lo relata así: [2]
‘México y Perú, aunque no pueden reputarse por mercados nuevos para la plata, son a lo menos ahora mucho más extensivos que antes... Un suelo fecundo y un clima feliz, la abundancia y baratura de terrenos, circunstancia común a todas las colonias, son ventajas tan grandes que bastan para compensar muchos de los defectos que no puede menos de tener un gobierno que está tan distante... América, pues, es un nuevo mercado para el producto de sus propias minas.’
Pero en las colonias inglesas asentadas al norte de México -sin minas de plata - si algún daler ingresaba a ellas, su contenido de metal era inmediatamente reciclado para fines más prácticos. Por otro lado, desde sus primeros asentamientos, los colonos ingleses habían aprendido a usar como dinero cualquier objeto que se presentará más o menos manejable, incluyendo hojas de tabaco, pieles, sal, conchas y, en años previos a la revolución, el papel.
Fue precisamente la moneda de papel lo que ayudó a financiar la revolución y liberación de Norteamérica. En 1751, Benjamín Franklin viaja a Londres para solicitar a los miembros del Parlamento Inglés que permitiesen a sus colonias de América imprimir moneda, ya que así podrían dejar de depender de los envíos de las libras esterlinas que llegaban tarde, mal o nunca. La petición de Franklin fue diplomáticamente escuchada, antes de ser toscamente negada.
Sin embargo Franklin era un hombre práctico y, antes de retornar a Norteamérica, adquirió la mejor imprenta que su profesión de físico le aconsejaba. Pocos años después, esa imprenta demostró su eficacia al imprimir todos los billetes ‘continental’ requeridos para pagar los gastos de la revolución y liberación de los Estados Unidos.
El éxito de los continental como instrumento revolucionario y su fracaso como instrumento económico, es claramente descrito por el propio Franklin cuando, en 1779 y en plena guerra de independencia, escribía a su amigo Samuel Cooper lo siguiente:[3]
‘Nuestra moneda se ha convertido en una máquina maravillosa: ha cumplido todas sus tareas desde el momento mismo en que la emitimos; con ella pagamos los sueldos y los uniformes de nuestras tropas; nos sirve para comprar municiones y vituallas; y cuando tenemos que imprimir una cantidad mayor, ella misma se paga auto depreciándose.’
La frase ‘no vale un continental’, hasta el día de hoy tiene un tono despectivo en la cultura norteamericana. En efecto, los continental perdieron todo su valor una vez que la revolución iniciada el 4 de julio de 1776 había triunfado. Así, la naciente economía necesitaba de una moneda nueva y confiable.
La necesidad de contar con una nueva moneda, es percibida por Alexander Hamilton, Secretario del Tesoro en el gobierno de George Washington, quien propone y logra que Estados Unidos –con decreto legal suscrito el 4 de abril de 1792- adopte como moneda propia al daler mexicano, que pronto comienza a ser denominado ‘dollar’ bajo la fonética de la lengua inglesa.
La adopción del dólar cumplió una doble función: eliminó la práctica de imprimir moneda indiscriminadamente; y, logró que el mundo se enterará que los Estados Unidos se habían convertido en una nación unida, soberana e independiente.
El dólar de plata sobrevivió hasta comienzos de Siglo XX. El 1 de marzo de 1900, el presidente William MacKinley -que habia declarado la guerra a España- oficialmente decretó que a partir de ese día el valor del dólar dejaba de ser cotizado en plata y comenzaba a ser cotizado en oro.
Ese antecedente sirve para que, poco antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial, los países vencedores que se habían reunido en el hotel "Mount Washington", ubicado en un centro vacacional denominado Bretton Woods, decidan, entre otros asuntos, que las futuras transacciones que realicen entre sí los países del mundo occidental, debían efectuarse en dólares y que, a su vez, los Estados Unidos se comprometían a entregar una onza de oro por cada 35 dólares, cuando cualquier país así lo requiriese.
Es decir, internacionalmente se aceptaba el compromiso de hacer funcionar al patrón-oro en todo su esplendor.
La aceptación del dólar como moneda universal se basaba, desde luego, en el reconocimiento de una innegable realidad: la existencia de un país lo suficientemente rico como para que todos crean que esos papeles de color verde –frase de Milton Friedman- en efecto podrían ser cambiados por oro.
Pero como los acuerdos internacionales solo son inviolables hasta que alguien con poder suficiente decide violarlos, el 15 de agosto de 1971, el presidente Nixon anunció que su gobierno había adoptado la medida monetaria más revolucionaria del Siglo XX. La ‘revolución’ consistió en anular el compromiso de pagar con oro el valor del dólar. Así se puso en práctica la receta de algún legendario alquimista, solo que en dirección inversa: el patrón-oro se transformó en patrón-papel.
Los hechos que sucedieron después son bastante conocidos: la emisión de dólares sin respaldo deterioró su cotización frente a otras monedas del Primer Mundo; la inflación mundial, un suceso desconocido hasta ese entonces, amenazó con aprisionar a todo el mundo occidental; se facilitó el financiar e inflar la deuda del tercer mundo; y, la disciplina monetaria quedó sujeta a la voluntad de los gobiernos de turno.
Lo paradójico de esta breve historia es que Europa que ordenó dar vida al dólar, ya dejó de utilizarlo. Mientras que en América Latina -que lo único que hizo fue bautizarlo- la metamorfosis que transformó al dólar de plata, en dólar de oro y en dólar de papel, continua en el dólar de tinta con la que se contabiliza nuestra creciente deuda externa.
[1] La cifra se deduce de: E.J. Hamilton, Treasure & Price Revolution in Spain: 1501-1650, Harvard Economic Studies, Vol. XLIII, 1934.
[2] Smith, Tomo I, Libro I, pags. 267-68.
[3] Tomado de John K. Galbraith, Money, Bantam edition, 1976, pag. 73.
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