Llegaba Semana Santa, llegaban las habituales dudas y, por raro que parezca, llegaba el invierno en el hemisferio norte. No se debía al cambio climático, como muchos creerán, sino a que en El Salvador, a la época de lluvias, por mucho que sea verano, le dicen invierno. Nos estábamos despidiendo de la estación seca y había que decidir qué hacer con estas vacaciones que Dios, su hijo, su reencarnación y la constitución nos han regalado.
Acotamos las opciones: Islas Galápago (Ecuador), Tikal (Guatemala), Corn Island (Nicaragua). Varios factores nos hicieron decantarnos por esta última. Llegar al más pequeño de los dos pequeños pedazos de tierra que flotan en la costa Atlántica de Nicaragua es algo que uno nunca se había planteado antes. Aún hoy no tengo certeza de cómo surgió esta idea, probablemente fruto de conversaciones entremezcladas y decisiones fortuitas.
La belleza de Granada, fundada por los conquistadores españoles a orillas del lago Cocibolca, fue un sabroso aperitivo. Nos juntamos varios amigos, discutimos durante algunas horas, paseamos, comimos, nos aclimatamos a base de Toñas, la cerveza nacional, y nos dispusimos a montar en la avioneta que nos llevaría a nuestra isla.
Aterrizamos en Big Corn Island y de ahí nos dirigimos a Little Corn Island, una pequeña luz viva que flota en medio del Océano. Hay quien la considera un pedacito de paraíso tropical, no es para menos: no tiene ni carreteras, ni carros, ni televisión, escasas horas de electricidad, algunos pobladores salidos de cuentos de niños, otros de cuentos de adultos, alguno, de cuentos de terror, mar por todas partes, bosque, playa, delfines, rayas y un largo etc. Este pequeño universo, contenedor de energía, relator de maravillas, nos albergó en un espacio sin tiempo.
Las anécdotas se sucedieron: las partidas de backgammon, los "ronsitos" en la playa, la convivencia con los peces que despertaba un respeto por el cual uno sólo se comía aquéllos que no había visto frente a frente; la ilusión se manifestaba en forma de locura y uno nadaba hasta abrazar el horizonte, o se sumergía hasta que los susurros del fondo del mar se convertían en una advertencia. No conseguí nadar de la aleta de un delfín, ni alterar el comportamiento pacífico de un Pez Manta; las barracudas, que nos amenazaban de reojo, nunca atacaron; los erizos no perforaron nuestras dedos torpes y los corales sólo quisieron deslumbrarnos.
Nos perdimos por el bosque en más de una ocasión; quizás la más destacada sea aquélla en la que nos decidimos a cruzar la isla de un extremo al otro. La indumentaria, como te podrás figurar, era de lo más adecuada: chanclas, toalla al cuello, una camiseta, un traje de baño de estos sueltos que después de caminar un rato te irritan los huevos y, eso sí, una convicción ilimitada en nuestra nueva empresa. No necesitamos tanto tiempo para encontrarnos ante una zona cercada por un alambre de púas que parecía aconsejar un retorno a la ruta habitual. Por supuesto que uno es testarudo y que puede encontrar otro camino, entre el último palo que sostiene el alambre y un hermoso precipicio. El encuentro con el final del camino fue una constante, al igual que las demandas de mis compañeros de fatigas por retornar. Sin embargo, mi convicción y deseo fueron reforzados por el mayor impulsor de cualquier acción en este mundo: La necesidad. El camino original quedaba en el Este, nosotros caminábamos hacia el oeste y, el sol, como todos sabemos, caminaba en esa misma dirección. Las alternativas no eran muchas: introducirse en la oscuridad de un bosque desconocido con el ánimo de encontrar un camino que no podríamos atravesar sin iluminación o apresurarnos hacia el poniente.
Cuando el cielo se tornaba azul oscuro y los peores presagios ensombrecían nuestras esperanzas, nos topamos de frente con una valla infranqueable. Salvo, por una "puertita" consistente en un palo de madera de alambre de púas desplazable. No había otra opción, adelante compañeros. Dimos unos pasos y cada uno de nosotros invadió su miedo con algún razonamiento lógico: "probablemente hayamos entrado en una propiedad privada, mala idea"; "hay cuencos para animales, serán peligrosos", "seguro que aquí hay perros..." Ese último pensamiento fue pronunciado en voz alta. Justo unos segundos antes uno de los fatigados había agarrado un palo largo cuyo extremo se bifurcaba, como si fuera un gran tirachinas, y yo no pude más que decir: "tranquilos, los perros no son como un tigre o un león, avisan antes de atacar..." Guau! El ladrido de un perro mandaba mi teoría a la mierda. Guau! Segundo perro. La situación era algo alarmante: dos perros ladrando frente al extremo bifurcado de un palo alargado que terminaba en un extremo común que lo sujetaban dos manos temblorosas que lo observaban dos ojos desorbitados de una cara aterrada que escondía tras de sí a dos personas paralizadas. Apareció un hombre, los perros se relajaron un poco, su linterna nos indicó el camino, sus palabras no nos tranquilizaron del todo -Los perros no hacen nada, ¿verdad? (preguntamos), La verdad es que sí-, y aparecimos en la zona conocida. Un mapa nos confirmaría después que simplemente habíamos estado dando vueltas en una esquina de una isla diminuta.
Sin embargo, de esa pequeña exploración, de pequeñas bahías, piedras, cuevas y calas vírgenes, pudimos llegar a la más impresionante de las conclusiones: aquella... era...
The Monkey Island!
Acotamos las opciones: Islas Galápago (Ecuador), Tikal (Guatemala), Corn Island (Nicaragua). Varios factores nos hicieron decantarnos por esta última. Llegar al más pequeño de los dos pequeños pedazos de tierra que flotan en la costa Atlántica de Nicaragua es algo que uno nunca se había planteado antes. Aún hoy no tengo certeza de cómo surgió esta idea, probablemente fruto de conversaciones entremezcladas y decisiones fortuitas.
La belleza de Granada, fundada por los conquistadores españoles a orillas del lago Cocibolca, fue un sabroso aperitivo. Nos juntamos varios amigos, discutimos durante algunas horas, paseamos, comimos, nos aclimatamos a base de Toñas, la cerveza nacional, y nos dispusimos a montar en la avioneta que nos llevaría a nuestra isla.
Aterrizamos en Big Corn Island y de ahí nos dirigimos a Little Corn Island, una pequeña luz viva que flota en medio del Océano. Hay quien la considera un pedacito de paraíso tropical, no es para menos: no tiene ni carreteras, ni carros, ni televisión, escasas horas de electricidad, algunos pobladores salidos de cuentos de niños, otros de cuentos de adultos, alguno, de cuentos de terror, mar por todas partes, bosque, playa, delfines, rayas y un largo etc. Este pequeño universo, contenedor de energía, relator de maravillas, nos albergó en un espacio sin tiempo.
Las anécdotas se sucedieron: las partidas de backgammon, los "ronsitos" en la playa, la convivencia con los peces que despertaba un respeto por el cual uno sólo se comía aquéllos que no había visto frente a frente; la ilusión se manifestaba en forma de locura y uno nadaba hasta abrazar el horizonte, o se sumergía hasta que los susurros del fondo del mar se convertían en una advertencia. No conseguí nadar de la aleta de un delfín, ni alterar el comportamiento pacífico de un Pez Manta; las barracudas, que nos amenazaban de reojo, nunca atacaron; los erizos no perforaron nuestras dedos torpes y los corales sólo quisieron deslumbrarnos.
Nos perdimos por el bosque en más de una ocasión; quizás la más destacada sea aquélla en la que nos decidimos a cruzar la isla de un extremo al otro. La indumentaria, como te podrás figurar, era de lo más adecuada: chanclas, toalla al cuello, una camiseta, un traje de baño de estos sueltos que después de caminar un rato te irritan los huevos y, eso sí, una convicción ilimitada en nuestra nueva empresa. No necesitamos tanto tiempo para encontrarnos ante una zona cercada por un alambre de púas que parecía aconsejar un retorno a la ruta habitual. Por supuesto que uno es testarudo y que puede encontrar otro camino, entre el último palo que sostiene el alambre y un hermoso precipicio. El encuentro con el final del camino fue una constante, al igual que las demandas de mis compañeros de fatigas por retornar. Sin embargo, mi convicción y deseo fueron reforzados por el mayor impulsor de cualquier acción en este mundo: La necesidad. El camino original quedaba en el Este, nosotros caminábamos hacia el oeste y, el sol, como todos sabemos, caminaba en esa misma dirección. Las alternativas no eran muchas: introducirse en la oscuridad de un bosque desconocido con el ánimo de encontrar un camino que no podríamos atravesar sin iluminación o apresurarnos hacia el poniente.
Cuando el cielo se tornaba azul oscuro y los peores presagios ensombrecían nuestras esperanzas, nos topamos de frente con una valla infranqueable. Salvo, por una "puertita" consistente en un palo de madera de alambre de púas desplazable. No había otra opción, adelante compañeros. Dimos unos pasos y cada uno de nosotros invadió su miedo con algún razonamiento lógico: "probablemente hayamos entrado en una propiedad privada, mala idea"; "hay cuencos para animales, serán peligrosos", "seguro que aquí hay perros..." Ese último pensamiento fue pronunciado en voz alta. Justo unos segundos antes uno de los fatigados había agarrado un palo largo cuyo extremo se bifurcaba, como si fuera un gran tirachinas, y yo no pude más que decir: "tranquilos, los perros no son como un tigre o un león, avisan antes de atacar..." Guau! El ladrido de un perro mandaba mi teoría a la mierda. Guau! Segundo perro. La situación era algo alarmante: dos perros ladrando frente al extremo bifurcado de un palo alargado que terminaba en un extremo común que lo sujetaban dos manos temblorosas que lo observaban dos ojos desorbitados de una cara aterrada que escondía tras de sí a dos personas paralizadas. Apareció un hombre, los perros se relajaron un poco, su linterna nos indicó el camino, sus palabras no nos tranquilizaron del todo -Los perros no hacen nada, ¿verdad? (preguntamos), La verdad es que sí-, y aparecimos en la zona conocida. Un mapa nos confirmaría después que simplemente habíamos estado dando vueltas en una esquina de una isla diminuta.
Sin embargo, de esa pequeña exploración, de pequeñas bahías, piedras, cuevas y calas vírgenes, pudimos llegar a la más impresionante de las conclusiones: aquella... era...
The Monkey Island!
1 comentario:
qué recuerdos por dios!!!
y que ganas de volver
y quedarnos
en una islita linda como aquella
....
eres mágico Ale.
un besooooooo
Publicar un comentario