La vista desde la ventanilla del autobús resultaba tan hermosa que no podía más que observar asombrado y cerrar los ojos con la esperanza de que aquello quedara por siempre grabado en mi memoria. Al fin había llegado al Calafate, tras muchos años, quizás siglos. Aún no estaba frente al glaciar pero la llanura verde que se extendía a los pies de la carretera avanzaba hacia tierra seca, donde se mezclaba con una laguna del color de la corteza de los árboles y chocaba bruscamente con el agua color turquesa del lago que nos venía acompañando desde el comienzo del viaje. Una pequeña isla, en primera plana, era la avanzadilla que advertía sobre la llegada de los Andes.
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